Cuando tienes dieciocho recién cumplidos, sabes lo que haces, la mayoría de las veces después que lo hiciste, pero eso no cuenta, lo que verdaderamente cuenta es el hecho, sea trágico o no.
Eran la vacaciones de Julio, en particular este mes me gusta mucho, pues es el mes que cumplo años. Mi padre y unos amigos de él nos invitaron a una estancia cerca de Aiguá, lugar de uno de los que iban en esta excursión invernal y de vacaciones. Seguramente nos invitaron a mi y a mis amigos, pues así no habría problemas en la casa de cada uno de ellos, cuando pidieran permiso a sus esposas para salir en barra de cuatro amigos a pasar una noche afuera de la casa.
El plan era simple, irnos un sábado por la mañana temprano en dos o tres autos no recuerdo bien, llegar y comer una milanesas o algo parecido, a la tarde carnear un cordero y comer un puchero de espinazo. El domingo después de la comilona y la truqueada, comer el resto del coredero a las brasas y regresar el domingo entrada la noche. El trayecto, de unos 90 km, la ruta sencillamente una mierda los últimos 45 km, llegando a la estancia.
Para llegar, doblar aquí y allá por caminos que nada dicen y que si tenías la suerte de no caer en un bache, pues simplemente caías en el otro, imposible esquivar dos seguidos.
Al final el sábado llegó, todavía no ecuerdo bien si fué pasado mi cumpleaños o no, pero como fuese tenía dieciocho.
Llegamos a la estancia cerca de la una de la tarde, bajamos las cosas, los adultos por allá y nosotros los boudos por acá, ayudamos en todo y pronto quedamos sin hacer nada, simplemente boludeando.
Los personajes, Mi padre, El Manco, y Castro (el contador), Quelo, Pablo, Marcos, José y yo.
Pronto estábamos solos Quelo, Pablo, Marcos, José y yo. Sin nada que hacer en un campo enorme dónde la civilización quedaba a 90 km.
-¿Qué hacemos ? dice Quelo
-Agarramos la dieciséis (escopeta enorme de un solo tiro en este caso traída especialmente para la ocasión) dijo José o Pablo, no recuerdo.
Me dió un poco de miedo, pero ya estaba en el campo y no era cosas de arrugar y recular, además ¿que podía pasar?
Con la escopeta en la mano, Quelo, que era el más grande un año mayor que yo, Marcos de la misma edad y el resto menores por dos años, eran los mellizos, pues nacieron el mismo día.
Caminamos por el campo hasta adentrarnos en una matas cn espinas, una sola escopeta, la ignorancia de la edad y la estupidez también.
A duras penas salimos por un hueco entre las espinas uno tras el otro.
Alzamos la vista uno por uno y las vimos, tres lechuzas inocentes eran el blanco perfecto, arriba de un tala enano, bien en la copa, la parte más redonda de la silueta que se dibujaba contra el cielo perfectamente celeste.
Quelo agarró con firmeza la escopeta, apuntó y disparó, todo en el mismo segundo. Yo ni enterado que estaba cargada y menos del ruido que hacía, creí que eso era quedar sordo. Disparó al lado de mi oído, de sorpresa. Ver las lechuzas desaparecer y quedar momentáneamente sordo, fué al mismo momento. Se me pasaron mil cosas por la cabeza, desde los hijos de las lechuzas, ¡Qué mierda había pasado con mi oído!? y ¿cómo ocurrió todo tan rápido?
Las tres respuestas fueron contestadas inmediatamente.
1) Los lechuzitos se morirían de hambre o comidos por algún depredador.
2) Casi quedé sordo por el estúpido que disparó cerca de mi oído, no es nada ya va a pasar.
3) Quelo no anda con vueltas. Lo peor de todo es que es cierto hasta el día de hoy.
De nuestro botín de caza, nada, no encontramos rastro alguno, algunas plumas en el tala, pero nada más.
Así que seguimos buscando, vimos pasar una liebre corriendo y esquivando, esta vez fué uno de los mellizos quién disparó.
La liebre con sobrada gracia esquivo el disparo o eso me gusta pensar a mí.
Para nuestra suerte, la presa ideal no se acercaba o nosotros no la veíamos.
Hasta que aparecieron los Chivos. Ver esos chivos y salir tras ellos fué instantáneo. Salvo que entre los cerros, lejos de la estancia, con sed, de noche y cansados, perseguir chivos no era una tarea fácil. Cuando estabas a cincuenta metros de ellos, los chivos se alejaban a doscientos.
Entonces nosotros la emprendíamos nuevamente.
Así, durante dos horas, hasta que nos cansamos en la parte mas alta de un pequeño cerro arbolado que simulaba un acantilado difícil de escalar, de unos veinte metros al cuál accedimos por detrás.
Nos quedamos pasamados con la vista nocturna, se veía lejos, la luz de la luna plateaba todo, Charly se inspiró en esa noche para escribir "Adela en el más allá"
El campo se extendía hasta el horizonte, se podían ver las luces de la estancia, las islas de eucaliptus, el monte natural, una cañada y un arroyo, sin nubes y muy frío.
Noche mágica e inolvidable.
Mirando hacia abajo del acantilado, vimos pasar los chivos caminado entre las piedras del fondo. A mi se me habían ido las ganas de matar animales con esa luna tan mágica, me pareció cruel y despiadado. A Quelo se le ocurrió disparar primero desde arriba, luego siguió uno de los mellizos, Marcos no quiso disparar y quedé yo parado como un estúpido con la escopeta en la mano, me temblaba el estómago y las piernas, sentí nauseas, no pensé en lo que hacía y me dejé llevar por el momento. Disparé y sentí el culatazo en el hombro, el dolor fué agudo, justo dónde se une la clavícula con el hombro, a duras penas levanté el arma de nuevo, la doblé para cagar un cartucho más y rematar el animal, ahora no había salida, un acto homicida daba misericordia a un animal indefenso y herido.
El mellizo que no había disparado y que estaba libre de toda culpa dijo:
- Son los chivos de castro!
-¡Qué! dijo el resto.
No había muchas opciones, asi que la solución fué cubriri los chivos con piedras y correr a hablar con El Manco.
Entramos a la estancia, el desorden campeaba la sala principal y el comedor, para nuestra suerte el manco era el único despierto y fresco, el resto incluído mi padre estaban tirados en sus camas durmiendo la mona.
El Manco le dijo a su hijo que cargáramos los chivos en la camioneta, hiciéramos el trayecto de 90 km de regreso, limpiáramos los animales en pleno centro del pueblo, pues su casa quedaba allí, tirásemos los restos en doble bolsa de basura y regresáramso antes del amanecer.
A todo esto eran como cerca de la 1 y media de la madrugada, había que ir por los chivos, cargarlos en la camioneta y hacer el recorrido palaneado.
En la ruta el miedo inundó la camioneta, íbamos el Quelo y yo solos más los tres chivos, pasamos en frente de un control policial pero lo milicos ni cuenta se dieron.
Llegamos a Maldonado cerca de las cuatro de la mañana, hicimos rápido los mandados de la manera que pudimos, no éramos expertos descuartizadores, pero el trabajo salió limpio. Dejamos las bolsas con restos en dónde habíamos acordado.
El Sol estaba cerca del cenit y las comida olía a fresco, mi viejo ni se enteró dónde pasé la noche y me vino a buscar para desayunar cerca de 11 30.
Bajamos, nos miramos todos los cómplices, hice una mueca, nos reímos a carcajadas y todavía nadie excepto nosotros sabemos el motivo. Eso sí es recomiendo la carne de chivo. Pero esa es otra historia.
2 comentarios:
He salido a cazar bajo las mismas condiciones y ciertamente nunca me gustó... me da pena si la cacería es por "deporte" (¡como si así puede llamársele!)
Pexcar por deporte es un oco mas sano (si se puede decir) que cazar por deporte.
Ahora, de no ser porque rran chivos, la historia se parece a una película de crimenes, FARGO pero con chivos y sin nieve, jaja
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